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El Desastre del 98, Joaquín Costa y la crisis política del siglo XXI

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Punto de partida, 1898: el hundimiento del Maine, un acorazado de la Armada estadounidense, encendió la corta «mecha» hacia la Guerra Hispano-Estadounidense, que supondría el fin del Imperio español. El desastre del 98 provocó la pérdida de Cuba, Filipinas, Puerto Rico y Guam, mientras que las escasas posesiones en Asia eran vendidas. España dejaba de ser un imperio para convertirse en una nación más, es decir, bajaba posiciones en el ranking internacional. Sostener una guerra a miles de kilómetros de casa tiene un alto coste, pero, paradójicamente, incluso tras haberla iniciado y perdido, no puede hablarse en ningún momento de pesimismo económico en la España de 1898. Los golpes recibidos en el Caribe y las colonias asiáticas lo acusaron los «corazones» de la sociedad y el régimen político de la Restauración, que andaba aún «encajando» el asesinato de Cánovas del Castillo en 1897 y sus consecuencias. Y esto contrastaba con el cierto optimismo español de años antes en lo referente a todo lo nacional: se urgía a la guerra contra Estados Unidos henchidos de nuestro poderío (éramos claramente inferiores en fuerzas) y nuestra sociedad y estilo de vida eran altamente envidiados en Europa (o, al menos, eso se creía). En contraposición, y tras el desastre militar, fue surgiendo un sentimiento de pesimismo y desesperanza en lo moral, social y político de finales del siglo XIX y principios del XX, que quedaría ampliamente registrado en la literatura de la Generación del 98: Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Azorín, Ramón María del Valle-Inclán, Ángel Ganivet y Ramiro de Maeztu, entre otros.

La preocupación de Unamuno -«¡me duele España!», decía-, el escepticismo de Baroja o la desesperanza de Ganivet son, desafortunadamente, sentimientos de actualidad. Todos ellos lucharon desde sus propias convicciones para alertar a la sociedad española y, al mismo tiempo, propusieron soluciones. Más o menos acertadas, pero las dieron a conocer. Por ejemplo, el Grupo de los Tres -Azorín, Baroja y Maeztu-, dio su lista de «llagas sociales» para, a través de «los conocimientos de la ciencia», transformar la sociedad española. Eran alegatos poco fundamentados, con demasiada ornamentación literaria, parciales y subjetivos de una realidad más compleja. De modo que, en la práctica, nos legaron únicamente sus obras y un monumento para las pérdidas españolas en la defensa de las colonias. Fue cuanto consiguieron como grupo.

Los integrantes de la Generación del 98 adoptaron una posición pesimista ante la realidad de finales del siglo XX y principios del XX, pero lo hacían siempre buscando la belleza artística y literaria, impregnando sus obras claramente de subjetividad. Por su parte, el Regeneracionismo comparte esa visión pesimista del mismo período histórico, pero lo hace desde la objetividad, la ciencia y la investigación histórica. Su mayor representante es el oscense Joaquín Costa (1846-1911), quien dedicó gran parte de su vida a la economía, la política y la historia.

Los siguientes fragmentos pertenecen a ‘Quienes deben gobernar después de la catástrofe nacional’, incluidos dentro de la obra «Reconstitución y europeización de España y de otros escritos». Forman parte de la conferencia pronunciada  el 3 de enero de 1900, y me gustaría compartirlos con vosotros para que vieseis cómo la historia se repite en este país. De veras es un documento muy revelador, juicioso y pensado. Llama muchísimo la atención que tenga tanta vigencia actualmente. Reconozco que el texto es extenso, pero merece bastante la pena dedicarle el tiempo.

Finalmente, antes de introducir la lectura, quiero agradecer a la Fundación Manuel Giménez Abad’ su trabajo para acercarnos la obra completa de Joaquín Costa, así como su amabilidad al pedirles publicar estas líneas de Costa. Esta fundación persigue «contribuir a la investigación, conocimiento y difusión de la institución parlamentaria y del modelo de distribución territorial del poder que representa el Estado autonómico». Su nombre lo debe al político del PP, Manuel Giménez Abad, asesinado en 2001.

Quienes deben gobernar después de la catástrofe nacional (*)

En una cosa estamos de acuerdo los españoles (…). Esa afirmación que hacen a una cuantos se preocupan de la reconstitución y suerte futura de la Patria es que, para que ésta se redima y resurja a la vida de la civilización y de la historia, necesita una revolución, o lo que es igual, tiene que mudar de piel, romper los moldes viejos que Europa rompió hace ya más de medio siglo, sufrir una transformación honda y radical de todo su modo de ser, político, social y administrativo, acomodar el tipo de su organización a su estado de atraso económico e intelectual y tomarlo nada más como punto de partida, con la mira puesta en el ideal, el tipo europeo.

En opinión nuestra, esa revolución implica y demanda de gobernantes y de gobernados estas cinco cosas:

1.ª Promover el enriquecimiento del país y la baratura de la vida, aumentando la potencia productiva del territorio por la construcción rápida, forzada, de los caminos vecinales y de los ferrocarriles secundarios; por la transformación gradual de los cultivos de secano en cultivos de regadío; por la revisión de las tarifas ferroviarias y la rebaja consiguiente de los precios de transporte; por la reducción del interés del dinero; (…) el fomento de la cooperación y la represión constante y cruenta de la falsificación y del fraude; por la apertura de nuevos mercados en el extranjero, por la rebaja del impuesto de transportes (…).

2.ª Abaratar la Patria, simplificando la organización política y administrativa, que es demasiado complicada para lo que podemos sobrellevar en el estado de atraso económico e intelectual en que nos hemos quedado, y que, además de resultar excesivamente costosa, constituye una traba para el desenvolvimiento de las actividades individuales; y al efecto, descentralizar la administración local, (…) suprimir la mitad de los Ministerios y todas las Direcciones generales y Cuerpos consultivos, reducir el contingente activo del ejército, cerrar academias militares, liquidar la marina que llamamos de guerra, (…); en las oficinas que queden, reducir el personal en dos terceras partes cuando menos; rebajar sueldos y asignaciones de ministros, generales, magistrados, almirantes, obispos, catedráticos, etc., a la congrua; en general, reducir las obligaciones eclesiásticas; revisar los haberes pasivos, minorando su cifra total considerablemente, y suprimirlos para lo sucesivo; desacostumbrar a las clases medias del parasitismo burocrático e irlas encarrilando hacia la industria y el trabajo, de forma que dejen de ser una carga para los que trabajan y producen.

3.ª Pagar a las clases desvalidas y menesterosas, a los operarios de los talleres y de las fábricas, a la honrada democracia rural. (…) En forma de compensación (ya que las vidas impíamente sacrificadas no pueden rescatarse); en forma de instituciones y mejoras beneficiosas a la masa del pueblo: supresión o rebaja del brutal impuesto de consumos; (…) instituciones de previsión, socorro mutuo, cajas de retiro para la vejez y de viudedad y orfandad, por iniciativa y bajo el patronato del Estado; escuelas prácticas para gañanes y para artesanos; (…) [y] dar de comer al hambriento, enseñar al que no sabe, consolar al tinte —al triste, que es el pueblo, para cuyas congojas parece que no hay ya en lo humano consuelo posible.

4.ª Afianzar la libertad de los ciudadanos, extirpando el caciquismo, no con leyes, ordinariamente ineficaces, sino por acción personal del Jefe del Gobierno; descentralizando la administración de los municipios; abatiendo el poder feudal de los diputados y senadores de oficio, como de sus hechuras y de sus hacedores; teniendo a raya a su principal instrumento, los tribunales, cuya organización urge transformar, y más aún que su organización, su espíritu, servil y despótico a un mismo tiempo.

5.ª Contener el movimiento de retroceso y africanización, absoluta y relativa, del país y hacer a éste europeo, no sólo mediante todo lo anterior, sino también y muy principalmente renovando hasta la raíz sus instituciones docentes y dándoles nueva orientación, conforme a los dictados de la pedagogía moderna; poniendo el alma entera en la escuela de niños y sacrificándole la mejor parte del Presupuesto nacional, con la seguridad de que la redención de España está en ella o no está en ninguna parte; prendiendo fuego a la vieja Universidad, fábrica de licenciados y proletarios de levita, y edificando sobre sus cimientos la Facultad moderna, cultivadora seria de la ciencia, despertadora de las energías individuales, promovedora de las invenciones; generalizando la enseñanza agrícola industrial y mercantil, pero no en aulas ni en libros, sino en la vida, con acción y trabajo; mandando todos los años al extranjero legiones de jóvenes sobresalientes y honrados a estudiar y saturarse de ambiente europeo, para que a su regreso lo difundan por España en cátedras, escuelas, libros y periódicos, en fábricas, campos, talleres, laboratorios y oficinas; haciendo en suma, lo que han hecho en circunstancias semejantes Francia para regenerarse y el Japón para salir del pantano asiático, tan parecido al nuestro…

Como ven ustedes, la revolución que España necesita tiene que ser, en parte, exterior, obrada por representantes de los poderes sociales; en parte, interior, obrada dentro de cada español, de cada familia, de cada localidad, y estimulada, provocada o favorecida por el Poder público también. (…) Para mí, esa revolución sustantiva, esa transformación del espíritu, del cuerpo y de la vida de la nación, tiene que verificarse siempre desde dentro y desde arriba. (…)

En este supuesto, (…) lo que hace falta averiguar es quiénes deben presidirla, (…) y por qué camino deben llegar. (…) Esas formas(…) son los tres siguientes: 1.º Por los mismos partidos reinantes, o digamos «del turno», adoctrinados por la catástrofe y arrepentidos de su conducta pasada, llegando al poder por las mismas vías de antes (…) 2º Por hombres y partidos nuevos que suplan la falta de preparación, de voluntad o de fortuna de los del turno (…). 3.º Por hombres y partidos nuevos también, llegados al Poder mediante una revolución adjetiva, o digamos de abajo(…).

De los tres modos posibles (…), los dos primeros, entrambos pacíficos y constitucionales, he dicho que eran: revolución desde el poder por los mismos hombres causantes de la decadencia y de la caída de España, órganos de los partidos turnantes; y (…) supuesto que el país, representado por sus clases económicas e intelectuales, haya de constituir otro u otros instrumentos de gobierno (…), ¿entre qué hombres buscará su primera materia?

Primera cuestión: fracaso de los partidos reinantes. (…) El eje de la política tenía que mudar de asiento, y no ha mudado: seguimos allí mismo donde nos sorprendió la catástrofe. Necesitaba España revulsivos, para que volviera de su colapso, y le han dado, por el contrario, cloroformo, con esos eternos aplazamientos trimestrales, (…) que han sustituido a las fastuosas retóricas del régimen anterior a 1898, si no es que se han sumado con ellas, y que denuncian el estado de enervamiento y de desorientación en que todos viven, sin saber qué hacer ni qué partido tomar. (…) A ley de previsores y de patriotas, por amor a España y por interés propio, tenemos que plantarnos, diciendo «hasta aquí hemos llegado», y aplicarnos a buscar el remedio; y tal vez, dando un paso más, pedir cuentas a los que todavía se las deben a la nación, y que el que la ha hecho que la pague.

(…) Ahí tenéis, señores, el origen de esas reacciones y guerras civiles, propias de un estado de barbarie, que nos abochornarán eternamente ante la historia; fue entonces cuando España dio la prueba más señalada de su incapacidad para la vida de la libertad y de la civilización; entonces pudo ya anticiparse que la historia de España haría bancarrota y que la delantera que Europa nos llevaba no haría sino acentuarse y que sería definitiva. Para que España se hubiese salvado, le habría sido preciso mantener en el poder a los legisladores de Cádiz, hombres cultos, hombres patriotas, hombres bien inclinados, con su Constitución y sus leyes progresivas, y que a los otros, a las clases directoras del régimen anterior (…). No lo hicieron así nuestros abuelos; y ahí tenéis el punto de arranque de nuestra decadencia (…).

Esa decadencia, debida exclusivamente a las clases directoras, y con ellas, dicho se está, a los partidos gobernantes, ha tenido dos distintas manifestaciones y consecuencias: 1.ª La separación y pérdida de la mitad del imperio español, representada por sus provincias ultramarinas; y 2.ª, la africanización y, consiguientemente, [Pg. 224] la desnacionalización de la otra mitad (…). Recordarán ustedes haber oído en octubre último a algunos políticos acusar de separatistas a éstos o los otros grupos de población. ¡No! Son ellos, ellos los verdaderos, y aún me atrevería a decir que los únicos separatistas, pues con su desgobierno han partido la nación española en dos mitades, separando la una de la otra y regalándosela de balde o vendiéndosela por un puñado de céntimos a los yankees y a los alemanes. ¡Gran siglo, señores, el siglo XIX para España! En sus comienzos, la vendieron sus reyes a Napoleón; en sus postrimerías, la han vendido sus ministros a Mac Kinley. En sus comienzos, encarceló o asesinó a los que habían sido sus salvadores, mientras ponía el cetro en manos de los infames que la habían hecho traición, entregando sus ciudades y sus fortalezas al enemigo; en sus postrimerías, castiga con nuevos tributos al pueblo, que lo ha dado todo para salvar el nombre y la existencia de la Nación, y lo confirma en su inferioridad, remachando sus cadenas, añadiendo a su miseria, a su atraso, a su soledad y a su desconsuelo, mientras confía la administración de sus ruinas a los mismos que las han causado, a los infieles o desalumbrados tutores que, con su máxima «gobernar es gozar», practicada durante un cuarto de siglo, han entregado a los yankees sus archipiélagos y sus islas, a los tiburones su juventud y a los judíos los últimos restos de su fortuna.

No tenemos perdón de Dios; nos perdemos porque queremos.

Conociendo la juventud de Albert Einstein (1)

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Albert Einstein y su hermana Maja

El 14 de marzo de 1879 llegaba al mundo un diminuto Albert Einstein. Lo hacía en la ciudad alemana de Ulm. El pequeño nacía en una Alemania cada vez más nacionalista, autoritaria, cerrada y militarizada. Los padres de Albert no sospecharon de su llanto… Por aquel entonces, Alemania era un Imperio, tras el reconocimiento de Guillermo I como su káiser en el Palacio de los Espejos de Versalles en 1871. Esta Alemania era el resultado de la decidida acción de Otto von Bismarck, al que se llegó a conocer como el «Canciller de Hierro». Fue él quien construyó el Imperio Alemán bajo estos principios básicos: un modelo económico fuertemente proteccionista, nacionalismo alemán, autoritarismo y antiparlamentarismo y, desde luego, un poderoso y disciplinado régimen militar.

La familia Einstein -formada por Hermann Einstein (el padre), Pauline Koch (la madre) y el recién llegado Albert- era judía. Recluía sus creencias en casa y trataba de ser, puertas afuera, una familia alemana. Como la mayoría de las familias judías diseminadas a lo largo y ancho de Europa, asimilaban las costumbres del país de acogida para pasar inadvertidos como cualquier otra familia del lugar. No obstante, la familia Einstein no era especialmente religiosa ni seguidora de las costumbres y traidiciones. Tampoco parece que coincidieran con las corrientes ideológicas del momento, abrigadas todas ellas principalmente por el nacionalismo. De modo que Albert creció al margen del nacionalismo alemán -que siempre detestó- y relativamente lejos de obligación religiosa alguna.

En su juventud, Hermann demostró predisposición y talento para las matemáticas, pero las penurias económicas de su familia le hicieron abandonarlas y acabó dedicándose al comercio. Cuando nació Albert, su padre trabajaba en una compañía de ingeniería eléctrica. Junto a su hermano, fabricaba y suministraba dinamos, contadores eléctricos y tendidos de luz, todos ellos basados en la hoy «desterrada» corriente continua. Como dato curioso, la empresa de Hermann fue la primera contratada para proporcionar luz eléctrica al célebre Oktoberfest, el festival más famoso de la cerveza y que se celebra en Munich durante 16 días. Por tanto, el pequeño Einstein creció en un hogar desahogado de problemas económicos y, sobre todo, donde hablar de ingenios de la técnica como el generador eléctrico o el fotófono era realmente común, o donde los apellidos Ampère, Ohm, Faraday, Oersted o Gauss -todos ellos genios de la Física o las Matemáticas- eran más que usados y conocidos. Era difícil, por tanto, pensar que el joven Einstein tuviera algún problema futuro con los deberes de esas asignaturas.

Sin embargo, la primera preocupación que el pequeño Albert dio a sus padres vino nada más «asomar la cabeza». Literalmente. El tamaño y forma de su cabeza hizo pensar seriamente la posibilidad de que el chico hubiese sufrido algún retraso mental u otras complicaciones cerebrales. Conforme pasaron los meses, el matrimonio continuó barajando esta posibilidad, más aún cuando Albert todavía no había comenzado a hablar. No rompería a hablar hasta la edad de 3 años. Pero continuaba mostrándose retraído, sin apenas disposición a relacionarse y pasaba la mayoría del tiempo distraído y soñando. En un imperio tan militarizado, uno de los juegos predilectos era el los soldados: el chico se mostraba verdaderamente a disgusto con ello y esta fue otra razón más para no relacionarse con los demás pequeños. En alguna biografía leí que, siendo aún pequeño, no paró de llorar hasta que su familia decidió regresar a casa tras presenciar un desfile militar.

Written by jjfernandezg

16 junio 2010 at 14:19